Prado en Arcones, Segovia.

La Renacuaja

PS Martin
16 min readApr 27, 2020

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Luciano — el de la Tomasa —no era muy dado a hablar, de ahí que le llamaran el Mudo, y algunos en el pueblo hasta le tenían por tonto. Vivía con su padre, a quien ayudaba cuidando las tierras que poseían más allá de las eras, hacia la colina del cura — decían los más antiguos que, en aquella colina, los franceses habían matado al cura del pueblo, cien años atrás — . Su madre, la Jacinta, había fallecido cuando él era aún pequeño, durante el parto de su hermana, que tampoco sobrevivió al proceso. También había tenido un hermano mayor, aunque este murió igualmente, porque trabajaba cuidando el establo del Aurelio, su vecino. Allí tenía unas cuantas vacas, que un día lo dejaron tieso de una coz. Desde entonces su padre no le dejaba acercarse a ningúna vaca, y le chistaba y le llamaba cuando las pasaban por la calle para llevarlas a pastar.

Todos los días despertaba nada más cantar el gallo del Aurelio, que tenía un corral en el patio, y que a veces les regalaba huevos, cuando Luciano le había hecho algún favor — su padre no le guardaba rencor al Aurelio, pero hacía por no cruzárselo, porque le recordaba mucho a lo sucedido.
Lo primero que hacía era rezar sus oraciones, como le había enseñado su madre: no rezaba con mucho convencimiento, pero cumplía religiosamente: a la mañana, al mediodía, y a la noche. Él sabía que así debía hacerse — su padre, sin embargo, ya no rezaba; a la hora del ángelus se quitaba el sombrero y esperaba a que su hijo terminara la oración, antes de seguir trabajando, pero permanecía en silencio. Solo si algún otro les estaba ayudando se unía a las oraciones, porque no dijeran.
Después Luciano echaba un poco de agua en el barreño de cobre y se lavaba la cara; tomaba una pastilla amarillenta de jabón y se untaba primero las palmas de las manos, con las que se frotaba el rostro con insistencia, para despertarse bien. Su padre hacía lo mismo, pero siempre después de él, y tras ello desayunaban, ambos en silencio, algo de pan acompañado de legumbres. Después acudía al cobertizo para vaciar los orinales en el desagüe. Allí guardaban la paja y el gorrino, y le echaba el maíz — cada año compraban uno, y en la matanza aprovechaban para preparar embutidos de los que se servían durante la siega.
Cuando todo estaba listo, cogían las herramientas, un zurrón con la comida, una bota de vino aguado y salían para los campos que debían atender: según la época alquilaban un borrico para arar, echaban la mierda, sembraban, quitaban malas hierbas, segaban… En los meses en que no había mucho trabajo ayudaban a otros a cambio de grano o de hortalizas, y también a esquilar o pastorear las ovejas de Manolo, que contaban cuarenta y tres, el cual les daba lana o queso, según la proporción acordada en el mes correspondiente.
Si comían en casa tomaban normalmente sopa, y cuando lo hacía Luciano solo, en el campo, se llevaba un cacho de pan y otro de embutido, que le cortaba su padre milimétricamente.
Por último regresaban a las labores y, cuando empezaba a caer el sol, retornaban a casa. El joven tomaba entonces los cántaros y los traía llenos de agua — por suerte no vivían demasiado lejos de la fuente—. Solo cuando había vuelto, cenaban algunas legumbres que había hervido su padre mientras él iba a por el agua. Finalmente, se lavaban con una jofaina, y echaban el agua al pequeño huerto que tenían en el patio.
Los sábados aprovechaban para reponer el vino y el maíz. El primero iban a por él con un odre de pellejo, al pueblo de al lado. Lo segundo lo traía en sacos Pascual, “el del grano”, que al parecer era primo segundo de su madre.
Los domingos cumplían con la misa, y seguían trabajando si hacía falta.

Con todo, Luciano aún tenía tiempo libre algunos días, a la tarde, porque otro se encargaba también de las ovejas de Manolo. Su padre le decía que se buscara otra labor, para sacarse algún jornal, o quizá traerse unas manzanas por ayudar a recogerlas, pero Luciano no le hacía caso, y se iba por ahí, recorriendo el río y los peñascos, y caminando solitario, porque tampoco se sentía a gusto con los otros chicos.

Luciano no odiaba a su padre, pero hacía tiempo que le había perdido el cariño, y detestaba aquella rutina que repetían todas las semanas. No era por el trabajo, él trabajaba a gusto; de hecho, mientras trabajaba, se le hacía más soportable todo, pero con el tiempo había comenzado a disgustarle cada aspecto del pueblo, así como sus gentes —más allá de saludar, permanecía cabizbajo mientras su padre hablaba con Don Paco —el maestro — al que consultaba algún documento, o cuando comentaba la cosecha con el Tío Rastrillo — que así llamaban todos porque de joven se había dado con el palo de uno en las eras, tras pisarlo.
Cuando dejaba de trabajar, sentía sin embargo una extraña opresión en el pecho, que no sabía cómo atender, ni se atrevía a hablar con nadie más. Una vez estuvo a punto de contárselo a Juana, la de la Manuela, que era una chica algo más joven que siempre le había gustado, pero tampoco sabía si aquello era muy apropiado.
Le gustaba ir a ver a Juana porque, mientras la miraba, no se sentía tan mal: buscaba siempre alguna excusa para hacer un recado que le pillara de paso por su casa. Pero apenas hablaba con ella, porque sucedía como con los otros chicos, que no entendían que no hablara si no tenía nada que decir, ni le interesaba nada que no fueran las cosechas ni las tierras, o peor aún, los chismorreos del pueblo. Por eso también ella le decía “el Mudo”, y aquello no le gustaba.
Luciano salía al campo y disfrutaba escondiéndose entre los arbustos y esperando a que llegara algún animal, para contemplarlo, o buscando nidos, pero aquello solo le distraía un rato, y al final siempre regresaba la opresión con la que vivía desde que tuviera memoria. Entonces se sentaba en alguna roca y miraba al cielo, y pensaba en todo aquello, y advertía que nada le importaba en realidad, y que todo lo que hacían día tras día no parecía llevar a ningún sitio.
¿Y a qué sitio había que llegar? Se preguntaba. ¿Acaso sabía de algún otro oficio, o podía sacar algo por aquellas tierras, cuando su padre no estuviera? Tampoco importaba mucho, porque allí habían vivido siempre sus antepasados, o al menos en los pueblos de la zona, y no tenía sentido irse a otra parte donde, al fin y al cabo, estaría igual de solo que allí.

En los últimos meses sin embargo, tras sus incursiones al monte, siempre terminaba en un amplio prado, donde el Aurelio dejaba sus vacas pastando todo el día. No sabía por qué lo hacía, porque a él no le interesaban especialmente las vacas; tal vez solo iba por llevarle la contraria a su padre en algo. Allí se sentaba en el muro y se fijaba en ellas, y en un viejo roble del borde, que atravesaba el muro del prado. El roble era muy alto, y sus ramas se extendían en todas direcciones por encima de su cabeza.
Aquel lugar le gustaba mucho, aunque no por ningún motivo en especial, y en los días que menos trabajo tenía, para disgusto de su padre, se había llegado a pasar horas allí. Todos los domingos visitaba el prado, las vacas y el roble, y pensaba en el pueblo y su vida, y aquella molestia incombustible que le acompañaba siempre. Rumiando como las vacas, aquellos pensamientos, se le ocurrió como podía abandonar el pueblo, y librarse también de la apatía y la soledad.

Inés, la Renacuaja, era más bien lo contrario a Luciano: aquella niña, que no calzaba ni nueve inviernos, no dejaba de hablar con todo el mundo.
Como todas las niñas, hacía lo que le decían sus padres: se lavaba también la cara por la mañana, rezaba con su madre y la ayudaba a cuidar del corral, como podía a su edad, y después asistía a la escuela por la mañana, donde algo aprendía. A la tarde podía jugar aún con otros niños, aunque su madre a veces la hacía quedarse, para aprender a coser y a hacer otras tareas, y otras veces iba a buscar a su padre y sus hermanos, para regresar con ellos a casa cuando terminaban de laborar.
De camino a cualquier sitio que fuera se detenía a conversar con todo el que tuviera la suerte de cruzarse con ella, y los labriegos, al menos los más amables, le habían cogido cariño con sus preguntas, y los retrasos que a veces les ocasionaba. Que dónde estaba la Florida — la borrica del tío Joaquín — , que si le dejaba montar, o que por qué el Antonio araba sin un burro. También tenía ocurrencias que no dejaban de recordar, como cuando le preguntó a este último que si en su huerto plantaba niños también.
Todo le causaba interés y sorpresa, y lo mismo se divertía sola que acompañada de otros niños. Era muy efusiva, y cuando se alegraba por alguna noticia, por pequeña que fuera, se ponía a dar brincos. Por eso, unido a su menudo tamaño, la llamaban “la Renacuaja” sus hermanos, y de ahí todo el pueblo.

Cuando a la Renacuaja le daba por escaparse a ver los prados, hablaba incluso a las ovejas y, si un árbol se cruzaba en su camino, igualmente se dirigía a él. Cada parcela era un mundo nuevo para ella, y se estiraba sobre los muros para descubrir lo que contenían: en una había sembrados, con largos surcos peinados por los labriegos — porque ella decía que los arados eran para peinar la tierra y que estuviera arreglada —, en otra le balaba a los corderos, que le respondían, y en otra se maravillaba de las berenjenas y los pepinillos que colgaban de sus respectivas matas. Si se topaba con el hortelano, este le soltaba algún chascarrillo, y le decía que no debía estar por allí dando vueltas, y le preguntaba si no la estaría buscando su madre. Pero ella solo respondía con más preguntas, que dejaban a su interlocutor con una sonrisa, y se alejaba en busca de otro prado, mientras este sacudía la cabeza, divertido.

No era de extrañar que tarde o temprano la Renacuaja se topara con el Mudo, donde las vacas del Aurelio.
Luciano hacía tiempo que había descubierto, o así lo creía, por qué acudía a aquel prado, y le daba vueltas en su cabeza a la idea. Era una de esas ideas que a veces nos llega y que, aunque tratemos de apartarla, como una mosca, regresa con un leve zumbido para posarse de nuevo en nuestra mente, e incordiarnos cada poco. Esas ideas, si no se matan con una rápida sacudida, no hay forma de quitárselas de encima.
Sin embargo, la vocecita de la pequeña le hizo distraerse por unos momentos de aquel pensamiento.

—¡Luciano!—le decía — ¡Ayúdame a subir, que no pueo sola!

El de la Tomasa se giró sorprendido al oirla, y ver asomar, tras de sí, la cabecita y los brazos de aquella, que no se atrevía a encaramarse, no fuera a soltarse un roca. Aún tardó en reaccionar.

— ¿Me vas a dejar aquí abajo? ¡Pues yo también quiero ver las vacas!

Luciano descendió y la alzó, sentándola en el muro, y después se sentó él de nuevo junto a ella.

— Gracias — dijo mientras se apartaba el pelo torpemente de la cara — . ¿Eres amigo de las vacas?

El chico sonrió y se encogió de hombros.

— ¿Cómo es que me llamas Luciano?

Inés giró la cabeza y abrió mucho los ojos, porque no daba crédito de oirle hablar.

— ¡Si puedes hablar! — se le escapó — ¡Yo creía que eras mudo! Cuando se entere mi madre…

— Pues claro que pueo hablar — repuso sonrojándose, y miró de nuevo hacia las vacas.

La niña aún le contemplaba con la boca abierta.

— Yo siempre había oído que eras mudo. Yo creo que la gente no sabe que pués hablar.

— Pues pueo— masculló.

— ¿Y solo hablas con las vacas? — le miró de reojo.

Luciano frunció el ceño.

— No se pue hablar con las vacas.

— ¡Claro que se puede! — afirmó con seguridad, y comenzó a gritar — : ¡Muuuuu, muuu! — ante las vacas impasibles.

La niña lo intentó de nuevo, con más vigor, pero las vacas seguían masticando, y casi parecían decirle, con la cola, que las dejara en paz.

— Es que ahora están comiendo, por eso no responden — concluyó ella.

El Mudo asintió, condescendiente, y regresó a sus pensamientos, fijando su vista en el roble. Aquel le parecía un buen sitio, quizá el único en que algo tendría sentido: tal vez la semana que viene hablara con el de las telas. En cuanto a su padre, se preguntaba qué pensaría él de todo aquello.

— ¿Siempre vienes aquí? — preguntó Inés tras unos segundos.

Luciano se encogió de hombros sin más. La niña mantuvo la vista en él, y después se bajó del muro dejándose caer.

— Me voy, que mi madre se enfadará si no la ayuda con la cena. ¡Creo que ya sé por qué te llaman el Mudo! — dijo antes de irse corriendo.

El joven la miró alejarse, sin saber bien qué pensar de aquel encuentro, y también él marchó de vuelta al pueblo tras un rato.

Al siguiente día que pudo pasarse por el prado se la encontró ya allí, lo cual le contrarió, aunque no dijo nada. La Renacuaja, de cuclillas, miraba un escarabajo que se desplazaba junto al muro, y le animaba a seguir su camino. Se giró al advertir la sombra de Luciano.

— ¡Ay! ¡Menudo susto m’as dao! — exclamó tras girarse , con una mueca— . Amos, ayúdame — añadió cambiando el tono y extendiendo las manos.

Luciano obedeció y de nuevo la encaramó al muro, pero no se decidió a subir él. No sabía bien cómo comportarse junto a la niña, su cabeza se centraba en ella, y se preguntaba qué buscaba allí, y por qué se habría encaprichado con ese prado, habiendo tantos otros, justo el que había elegido él mismo.

— ¿Tú no te sientas?

Encogió los hombros y obedeció de nuevo, sentándose a su lado, con las piernas colgando dentro de la parcela.

— Ties que hablar un poco más, ¿sabes? Los niños no me han creído cuando les dije que sabías — explicó con gran naturalidad.

— Niña, ¿no hay vacas en otros praos?

— ¡Sí, hay muchas! Por lo menos… — trató de contar con los dedos — ¡Por lo menos hay más que estás! — concluyó extendiendo las manos hacia él.

— ¿Y no prefieres ver esas?

— No — negó con la cabeza — , estas me gustan más, porque aquí puedo hablar contigo.

Luciano se extrañó ante aquello, por las pocas palabras que habían cruzado anteriormente, pero decidió seguir a lo suyo. Bajando del muro se dirigió hacia el roble. La niña no tardó en seguirlo, bajando más lentamente, y caminando con cautela sin dejar de mirar a las vacas.

— ¡Eh! ¡Espera! ¿A dónde vas? ¡Que me dan miedo las vacas!

Luciano hizo un gesto con la mano, quitándole importancia a ese hecho, y llegó hasta el roble, al que se acercó con solemnidad. Era un árbol hermoso, de gruesas ramas que serpenteaban en todas direcciones; desde el muro se podía acceder fácilmente a las más bajas.
La niña llegó por fin y miró también el árbol, sin decir nada. Se agarró al pantalón de Luciano y aún echó un último vistazo a las vacas, desconfiada.
El joven tocó la corteza sintiendo el áspero tacto, y miró arriba, recorriendo las ramas, hasta fijarse en una que se extendía casi en horizontal, hacia el interior del prado. Aquella rama era tan gruesa como su muñeca, y sin duda podía sostenerle.

— ¿Vas a subir? — oyó, y de nuevo se encogió de hombros — . ¡Pues yo también quiero!

No sabía por qué, pero acataba todas las órdenes de la Renacuaja nada más oírlas. De este modo se subió al muro y tiró de ella, para elevarla después hasta la rama más baja, donde se aseguró que quedara bien sujeta, sentada junto al tronco.

— Agárrate bien, no vayas a caerte — dijo con seriedad.

La chica por una vez había enmudecido, y miraba todo casi con cuidado, como si de mirar demasiado lejos pudiera caerse.

— Huy, esto está mu alto — murmuró.

Luciano se encaramó también a otra de las ramas, y paso a la que había estado mirando, sobre la cual se sentó, fijándose después en Inés. Tras un rato habló por fin.

— ¿Ya estás contenta?

Ella asintió repetidas veces con la cabeza.

— ¿Quiés bajar?

De nuevo asintió.

— Pero déjame por fuera del prado, no por el lao de las vacas.

Luciano descendió y la agarró desde abajo, para dejarla por fin en el suelo. Ella se quedó mirándole, y él no sabía muy bien si despedirse o ponerse a sus cosas sin más.

— Niña, ¿te ha gustado subir? — preguntó al fin.

— Sí, aunque también me ha dado miedo — después hizo ademán de irse, pero advirtiendo algo se giró de nuevo — : me tienes que subir otra vez.

— ¿Otra vez?

— Sí, para que vea si me gusta. Pero otro día.

Después empezó a correr hacia el camino, aunque solo anduvo unos pasos antes de regresar.

— ¡Que yo me llamo Inés! — rió, antes de irse definitivamente.

Luciano suspiró y regresó junto al árbol.

Pasaron dos semanas desde el último encuentro, y en ellas aún se encontró con la Renacuaja tres veces. Si pensaba en el prado o en aquella idea, le venía también el recuerdo de la niña, y se enfadaba pensando en ella y en su continua intromisión, que bastante le costaba tomar decisiones como para que ahora tuviera que cambiar de prado, pero después recordaba cuando le había preguntado si las vacas podían subir a los árboles, o cuando tropezó raspándose la rodilla: cómo lloraba, y qué tonto se había sentido él dándole un beso en la herida porque “eso es lo que hace mi madre”. La niña, pese a todo, no le disgustaba. Así las ideas quedaban ya entrelazadas, y no lograba muy bien organizarlas para que tuvieran sentido.
El sábado en cualquier caso habló con Victor, el de las telas, y le encargó lo que necesitaba, porque se le había agotado en el pueblo anterior. Así a la siguiente semana recogió por fin unos pocos metros de soga de esparto que le había pedido; lo dejó a deber su padre, ya que en ese momento no tenía más dinero que el que necesitaba para el maíz. Al volver a casa la guardó junto a los sacos recién comprados, y esperó al domingo, hasta después de la misa.
Aquel día acompañó a su padre de vuelta a casa, y al salir para echarle un vistazo a los campos, y arrancar malas hierbas, llevó la soga con él.

De regreso no se dirigió a casa para comer, sino que marchó hacia el prado del Aurelio, pensando en todas las cosas en las que pensaba últimamente, y firme en su decisión: lo que ocurría es que no sabía aún qué decisión había tomado.
A aquella hora no creía que pudiera aparecer la Renacuaja, y confiaba en que tampoco lo hiciera por la tarde.
Una vez allí recorrió el prado con calma, e incluso se acercó a las vacas. Estas alzaron la cabeza en un momento de alerta, pero debieron intuir que no era una amenaza, porque le dejaron seguir. Las acarició mientras pensaba en la Inés, la Renacuaja, que ya se le hacía un elemento más del prado, como la hierba, el muro, o las propias vacas. Estaría pronta la hora de la comida, y ella preparando la mesa en su casa, junto a su madre. Por último se fijó en el viejo roble, y llegó hasta él mientras apreciaba el tacto de la soga. Solo cuando estuvo bajo el árbol, y pensó en cómo quedaría mejor atada la cuerda, advirtió el buen día que hacía. Tan sumido andaba en sus cosas que no se había fijado en el Sol tan agradable, después de varios días de cielo encapotado y lluvias primaverales. Extendió su mano para ver la forma de las hojas que se recortaba sobre las mangas de su camisa blanca, y salió unos momentos al descubierto para dejar que la luz le acariciara el rostro.
Tras unos instantes regresó al árbol, al que se subió desde el muro, con la cuerda, y empezó a atarla desde el tronco, subiéndola hasta la rama que había seleccionado.

Contra todo pronóstico la Renacuaja llegó poco después, dando brincos por el camino, cada vez que venía un bache o un socavón. Cuando estuvo cerca comezó a gritar:

— ¡Luciano! ¡Luciano! — pero no obtuvo respuesta.

Una vez junto al muro, insistió :

—¡Luciano!¡No te escondas que sé que andas aquí, porque me dijo tu padre que estabas en los campos y no estabas! Te había traio fresas, porque la dije a mi madre que me curaste la rodilla, y la pedí unas pa tí: ¡mi padre dice que este año han salio las mejores!

Pero viendo que no iba a recibir ayuda, se atrevió por fin a encarmarse ella sola al muro, tras un par de intentos. Tan contenta iba que se olvidó hasta del miedo que tenía a las vacas, y fue directa hacia el árbol, donde adivinaba la silueta de Luciano, que se balanceaba bajo la rama — nunca había podido ver bien de lejos, por eso se sentaba siempre delante en la escuela. Ella sabía que con unas gafas como las de Don Paco se podía ver bien, pero unas gafas no era algo que cualquiera pudiera conseguir. Aunque su hermano Ramón siempre le decía que iba a trabajar mucho para comprarle unas.

— Luciano, ¿por qué no contestas? Te estaba llamando — explicaba mientras sorteaba algunos cardos verduzcos.

Cuando alzó la vista por fin, se le cayó la pequeña cesta, y soltó una pequeña exclamación.

— ¡Luciano! — dijo, y se puso a dar saltos, como hacía siempre — . ¡¿Qué hacías?!

Luciano se soltó de la cuerda, cuyo extremo descendía hasta quedar a unos pocos palmos del suelo, donde estaba atada una rama ancha y recta, justo por el centro.

— Niña, ¿qué haces a estas horas?

— ¿Te traía las fresas, no me oías? ¿Has hecho tú eso? — señaló a la cuerda, sonriente.

— Te oía — asintió — . Es un columpio: sube, que te doy impulso.

Pero ella fue primero hacia él y lo abrazó con alegría, aunque recordó que había soltado la cesta, y la recogió corriendo, colocando alguna fresa que se había salido fuera, soplándola con cuidado por si tenía tierra, aunque hubieran caído en la hierba.

— Toma — le extendió la fruta, y volvió a abrazarlo, antes de subirse al columpio.

Su risa se oía por todo el prado cada vez que Luciano la empujaba, y comenzaba a girar y a balancearse, y allí estuvieron un rato, aunque sabían que sus padres los iban a regañar después.
Mientras andaban de vuelta al pueblo, por el camino, la niña le preguntó.

— ¿Luciano, por qué lloras?

— Porque me gustan mucho las fresas, Inés.

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